La vida te regala alguna de esas pocas situaciones que mezclan con extrañeza la alegría y la sensación de decepción: uno de esos momentos es regresar a los lugares de la infancia o de la juventud. O a Fitur. El regreso, campo de desespero con semilla de virtud. De acuerdo, dejamos la lírica y nos centramos. Han pasado unos cuantos años desde que fuimos a Fitur por última vez. Encontramos la feria como los rincones de nuestra adolescencia: cambiada pero igual, en el fondo. Aunque queremos destacar que tanto Fitur como Madrid se han convertido en experiencias tan abrasivas que en 48 horas lograron embrutecernos. Nos explicamos.
Este post no va de acumular, una detrás de otra, novedades, anécdotas o sorpresas que hayan sucedido en el pabellón expositivo. Existen grandes crónicas de mejores profesionales de la comunicación a su disposición. Este es un relato algo más personal, sobre las cosas que allí vimos, las personas que nos encontramos y las singularidades con las que tropezamos.
Con nuestro estricto apego por la veracidad, tenemos que decir que el viaje comenzó muy bien: vuelo de Ryanair destino Madrid con salida a última hora de la noche. Fue tranquilo, sosegado, con asiento asignado y, de nuevo gracias, sin toque de cornetín infernal. Llegamos con diez minutos de antelación así que los comienzos fueron prometedores.
A las once de la noche ya pateábamos Madrid con la cabeza puesta en la reunión que teníamos al día siguiente, que no era en Fitur precisamente. La primera cita de la mañana era con un grupo hotelero (en el que se agrupan 42 hoteles, casi nada) para desarrollar una propuesta que les presentamos con anterioridad. Tocó frugal cena de bocata en el Museo del Jamón más cercano y a cerrar la presentación que haría a las once de la mañana del día siguiente. Persistencia. Repetición.
Allá nos lanzamos con dirección a la calle del Pez, con toda la ilusión. Muy motivados. Aquí que empiezan nuestras aventuras embrutecedoras. Lo primero, un «pintoresco» taxista con la educación y buenas maneras de uno de Atapuerca que casi nos echa del taxi porque no estábamos seguros de la dirección a la que ir y, además, no teníamos cambio. Sí, nos lo merecíamos, claro que sí. La situación no fue a mayores porque nos embrutecimos a nivel capitalino: arreglamos las vueltas, aparecimos en el lugar. Misión completa.
Llegó el día siguiente y la reunión: allá fueron dos horas entre exposición y ovación final (juramos que esto es cierto) que ojalá se traduzcan en trabajo. Tuvimos la feliz ocurrencia de dar una vuelta por la Latina, zona de Sol y el Real. Quisimos recordar viejos tiempos y lo primero que encontramos fue el famoso Mercado de San Miguel, abarrotado con todo lo que puede llenar un mercado: gente, producto, más gente…La primera nota triste fue ver el mostrador de una presunta marisquería gallega en la que se anunciaban mejillones chilenos como gallegos. Cosas de la vida, que nunca aprendemos.
Como teníamos más reuniones programadas para la tarde, tomamos un tentempié en la zona del mercado de la Cebada. Una empanadilla, un pincho tortilla, un par de refrescos y un café ¿La cuenta, dice? Allá volaron quince pavos. Además, el refrigerio estuvo amenizado por una camarilla de africanos vendiendo fruteros, gente pidiendo, músicos tocando y demás distracciones que, por supuesto, no molestaron. Todavía estábamos blanditos pero notábamos cómo bullía el embrutecimiento en nuestras entrañas a medida que repetíamos «no». Treinta minutos, treinta «noes» son muchas negativas, compréndanlo. Son muchos «no quiero nada».
Después de finiquitar las reuniones de la tarde, todas en Madrid, nos juntamos con compañeros de batalla y fatigas de Fitur. Intercambiamos impresiones sobre cómo iba la feria en una agradable terraza de la plaza de Santa Ana. Allí, al abrigo de una seta calorífica, se estaba de maravilla menos por la presión de los camareros, preguntando muchas veces «si queríamos comer algo». Seis veces ofrecieron la carta. Les prometemos que hasta la tercera vez, declinamos ver el menú con una sonrisa en la cara. Pero el embrutecimiento regresó: «Como sigas así no vamos a pedir nada». A pesar de nuestra advertencia, volvió a ofrecer la carta una quinta y una sexta vez. Nos marchamos a otro sitio a cenar.
De camino, el arrase de «ven a tomar una copa aquí», «cómprame esto», «toma lo otro» en un trayecto de menos de cien metros. Los niveles de embrutecimiento subieron, vaya que sí, pero es que esta persecución al turista injustificable acaba con la paciencia del santo Job. Al final, optamos por seguir sin contestar a nadie ni mirar ninguna mercancía, a pesar de que ignorarlos tampoco es que sirviese de mucho. Atravesamos la Puerta del sol y el embrutecimiento seguía creciendo: contestaciones como nunca a los más que insistentes vendedores ambulantes que querían colocar género como fuese y al precio que fuera.
Al día siguiente por fin llegó Fitur. Y como siempre, aún no se enteran. Hubo cambios, es cierto pero no fueron tan profundos ni relevantes: colas para entrar, colas para lograr la acreditación, colas y más colas para hacer cualquier cosa. Un sencillo passbook con un código QR hubiese resuelto todo esto pero la organización de Fitur y su relación con las TIC son las que son.
Todavía no se enteran.
Cambios en Fitur
Una sorpresa agradable fue el workshop. Nos dijimos:» Algo debió pasar en Fitur para que después de 25 años se largan un workshop para que la gente haga negocio y no se limite a pasear el palmito, que era el santo y seña de Fitur». Bueno, no queremos ser hiper-críticos, podía haberse organizado mejor: la gente estaba algo perdida y mataban moscas a cañonazos. Iban sin agendas casadas y sin concreción. Pero bueno, lo hicieron y les aplaudimos. No vaya a ser que se arrepientan.
Otra sorpresa agradable fue la buena impresión que dejó Fitur. Parecía mejor que otros años; esta edición parecía un despegue para la feria. Decimos, sinceramente, que nunca habíamos visto pasillos tan anchos y naves tan vacías. Lo dejaremos en que no vimos años peores que estos y que se trataba de transmitir confianza al sector.
Y, por fin, arribamos al stand de nuestra amada Galicia. Vimos cosas que no nos disgustaron. Lo primero, queremos felicitar a los organizadores por la estandarización del guardarropa –¡Con tíquet y todo para maleta y abrigo! ¡Gran servicio, sí señor!– Después reparamos una zona publicitada como «Clúster de Galicia«, en donde había mesitas para celebrar reuniones de trabajo entre empresas. Un acierto porque la mayoría de estos espacios se reservaban a prensa y los meetings de trabajo tenían que celebrarse en la cafetería. Vamos mejorando.
Después está el tema «gafas«. Montones de óculos: que si unas lupas para ver el botafumeiro, que si unos quevedos para ver un Santiago histórico de no se sabe qué. Nos asustamos pensando en que los siguientes anteojos que nos colocásemos vendrían con alcalde o presidente de la Diputación incorporado. Al final la cosa se calmó y no hubo que lamentar sustos, aunque nos quedamos con la duda de cómo funcionarían esas gafas de realidad aumentada en el exterior, a treinta gradazos de verano y con una resolución de pantalla que nos pareció nociva. Conste que somos «geeks», amamos las innovaciones en dispositivos, tenemos buena predisposición, pero nos cuesta imaginarnos a la peña poniéndose «eso» para ir por la calle. En serio. Incluso Google se pegó una buena costalada con las Google Glass, como para meter esas gafas que parece que van con sistema MS2.
Y para acabar, lo de siempre: mucho político en los pabellones 8 y 9, seguidos por un enjambre periodístico a sueldo mientras presentaba sabe Dios qué. ¿Iban a promocionar un destino o a sacarse lustre ellos mismos? Bueno, en fin, no queremos herir a nadie, nadie se nos enfade. Pero en este tema, cambiar, cambiar, no se cambió nada. Llevamos años pensando que Fitur es un escenario pobre para hacer presentación alguna porque es una feria en la que pasan miles de cosas por minuto y es muy difícil captar la atención. Pero como si nada, ahí siguen yendo. Total, no queremos seguir con el embrutecimiento. Cada uno tiene su papel y eso lo respetamos.
Las alegrías nos las proporcionaron los asuntos que fuimos a mover y de los que en breve tendrán noticia. Un grupo de socios-amigos y el que esto escribe fuimos a trabajar en lo concreto y tuvimos una gran acogida, aunque silenciosa. Tuvimos buena recepción en las pequeñas reuniones que celebramos con potenciales clientes para nuestro nuevo proyecto, que está relacionado con el Camino de Santiago. De verdad que en Galicia tenemos una gran riqueza y aún no somos capaces de valorarlo como se debe. También tenemos que decir que cosechamos envidias y que muchos nos toman como referencia. Bastaba un vistazo por el stand de Perú (que por cierto nos sorprendió para bien) y su Camino Inca para entender esto que acabamos de decir.
Regresamos en ese tren maravilloso a la vez que desgraciado, ligado a aquel 24 de julio, y tuvimos un viaje cómo y relajado; sin descalzarnos, sin quitarnos el cinturón, volvimos por el módico precio de 27 euros. En poco más de cinco horas y media nos dejó a cinco minutos del centro de Santiago. Hacía años que no usábamos el tren de largo recorrido y repetiremos. Esto es viajar y lo otro, transporte ganadero.
La única pega fue que un individuo nos acercó a Chamartín a 15 minutos de que nos saliese el tren. En un alarde de incomprensible inocencia, le preguntamos si nos podía dar un tíquet que se nos había olvidado pedir a un compañero suyo en el trayecto del hotel hasta Fitur. Nos dijo «sin problema» pero que nos cobraba diez euracos por el «favor». Más embrutecimiento: todo es bussines, pelas y más pelas. Le dijimos que era una lástima, que por supuesto que pensábamos en darle una propina por el favor pero el hecho de que le pusiese tarifa, ya nos había quitado las ganas de volver a pedir nada a nadie en este Madrid, que notamos muy embrutecido. Será que somos más de aldea que los carballos. Y a mucha honra.
En fin, queridos lectores, estas son nuestras pobres notas sobre lo que nos pasó en Fitur, que siempre vuelve a casa después de Navidad.
Pilar
Gracias por tu respuesta. No intentaba ser catastrofista si no constatar mi percepción aséptica de algo que veo cada año se agudiza más. Tu Madrid lo comparto y hay mas cosas que me gustan que las que no.
Me encanta esta realidad así contada y esta visión real de FITUR. Los profesionales de este sector estamos cansados del FITUR de palmito y si no es por necesidad, ni aparecemos.
Y del resto,….de mi Madrid, me averguenzo…como me gustaría que el trato recibido hubiera sido como en un pueblo de 100 habitantes,…pero se nos ha subido y hay que sacar por donde sea. Ojala vuelva eso que se llama humanidad y educación,yo, apuesto por ello.